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Foto © Michel Jelijs

En algún momento de nuestras vidas Cadel Evans pasó a ser ese ciclista que siempre estaba ahí, sin preguntar pero sin responder. Con el tiempo esto le valió la que posiblemente sea la peor fama para un ciclista ante la afición, la de chuparruedas. Casi nunca atacaba, casi nunca tiraba de un grupo. Al principio no era importante porque el propio Evans era poco importante, un corredor que acumulaba puestos interesantes en las vueltas por etapas pero que no amenazaba con ganarlas.

La cosa empezó a cambiar poco a poco, entre retiradas, escándalos de dopaje y la constante progresión del australiano, un tipo de apariencia trabajadora de verdad. En 2007 se vio a tres días de París en segunda posición de la general, expulsión de Michael Rasmussen mediante, y tuvo una contrarreloj para ganar la carrera y quitarle el maillot amarillo a Alberto Contador. No era su momento y no lo consiguió.

Sí que lo parecía al año siguiente. Gracias a los positivos de Vinokourov y Kashechkin, el Tour de Francia vetó al Astana, donde Contador, Bruyneel y cía. habían recalado desde Discovery Channel (a poco que uno la repase, la historia del equipo Astana es inexplicable; mi momento favorito es que Lance Armstrong, la viva imagen –entonces– del sueño americano, hiciese su esperada reaparición con un maillot con los colores de la bandera de Kazajistán. En realidad, aunque nos hemos acostumbrado, es absurdamente divertido que uno de los equipos más potentes del pelotón sea un escuadrón patrocinado por la más que cuestionable democracia kazaja).

Solo Rasmussen y Contador habían estado por delante de Evans en el Tour anterior. El tercero, Levi Leipheimer, tampoco participaría, y el cuarto clasificado de 2007 se había quedado a siete minutos de Evans. Era Carlos Sastre.

Hay dos momentos icónicos en la carrera de Evans que la definen por oposición. El primero es aquella tarde lastimera en Alpe d’Huez, cuando Sastre atacó y él, maillot amarillo moral –el de verdad lo llevaba Fränk Schleck, compañero del español–, nunca asumió la responsabilidad que le tocaba. No lo había hecho en todo el Tour. En esa subida alpina, Evans volvió a rechazar la grandeza de luchar cara a cara por la victoria, y al mismo tiempo también se condenó a no recibir la recompensa.

Se plantó por segundo año consecutivo con la obligación de remontar en la última contrarreloj para ganar el Tour, y por dos veces tuvo que escuchar el himno español en París. Evans se pasó tres semanas negándose a sí mismo que fuera el favorito para el Tour; al final lo desmintió tan fuerte que convenció hasta a las piedras de que, en efecto, no debía ganar el Tour. Ante la oportunidad de su vida –Contador tenía 26 años y volvería al año siguiente a Francia– Evans se achicó donde Sastre, en un esfuerzo de insospechada grandeza, se creció.

Redención

Sin aquella subida no se puede entender su otro momento icónico: el Galibier. Con Andy Schleck revolucionando el Tour de Francia, un grupo de casi treinta ciclistas estaba cada vez más cerca de perder la carrera. El australiano, que entonces ya corría para el BMC tras dejar Silence-Lotto, echó un vistazo a su alrededor y empezó a entablar conversaciones con tono poco amistoso. Pero mediada la subida, algo cambió. Evans se había plantado dos veces ante las puertas del Tour, pero por lo que fuera no se había atrevido a llamar. A la tercera, por fin, lo entendió: tenía que golpearla fuerte hasta que se cayera.

Tras esa súbita comprensión, Evans se puso en cabeza del grupo y empezó a comerse el aire. Poco a poco empezó a menguar la diferencia con Schleck y el número de ciclistas que le podía seguir la rueda. Algo inclinado hacia a un lado, siempre de pie pero sin estirarse, con los brazos cargados y el rostro de malas pulgas, su postura tradicional y sufridora parecía cargar con un féretro: Evans subía Lautaret como si hubiera algo que quisiera enterrar. Para siempre.

A fe que se liberó de toda carga. Salvado el incendio de Schleck con una pérdida grande pero manejable, Evans se presentó por tercera vez a la contrarreloj del Tour obligado a remontar para ganar, pero esta vez la recompensa le correspondía. Derrotó a Andy Schleck (para siempre) y se convirtió en el primer australiano en ganar el Tour y en uno de los ciclistas más viejos en hacerlo. El hombre que había perdido la oportunidad de su vida se fabricó otra.

Aunque no fue hasta 2011 cuando se desprendió de su fama de aprovechado del esfuerzo, entre Alpe d’Huez y Galibier la carrera de Evans había cambiado mucho. Al Tour 2008 se presentó con el Tour de Romandie como la mejor victoria de una carrera que tampoco ha tenido tantísimas (39). Pero al año siguiente consiguió un triunfo que no estaba preparado para un ciclista como él.

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Foto © Laurie Beylier

Porque si uno tenía fe en él podía creer en Cadel Evans ganando un Tour de Francia, pero no en Cadel Evans ganando un Mundial. Atacó a seis kilómetros para el final en Mendrisio, en un momento con la mezcla perfecta entre vigilancia entre los favoritos y terreno hasta la llegada. Entró a meta solo como los héroes y, poco acostumbrado a la situación, celebró la victoria encogido. No llegó a soltar las manos del manillar: ¿cómo iba a ganar un Mundial de esa forma él, que siempre tenía que arañar segundo a segundo contra la meta?

Lo cierto es que Evans tenía ciertas cualidades de killer que no se sospechaban, porque él siempre ha sido un poco aquello que no parecía. Tenía aspecto de contrarrelojista, pero aunque era fuerte no estaba allí su gran virtud. Tenía aspecto de hombre rudo, pero su voz aflautada le delata. Tenía aspecto de no atacar nunca, pero sus hombros cada vez cortaban más el aire. Tenía aspecto de lento, pero en una cuesta era una flecha. Tenía aspecto de sufrir siempre, pero a lo mejor ya ni eso era verdad.

Así, en llegadas en cuesta, ganó su única etapa en línea del Tour (Mur de Bretagne, 2011), una Flecha Valona y la etapa del sterrato en Montalcino en el Giro 2010, su triunfo más poético; difícil que exista una imagen más poderosa en el ciclismo que la de un maillot arcoíris alzando los brazos completamente cubierto de barro. Entonces, antes de pensar que podía llegar el Tour, la reconciliación de Evans con el aficionado ya era total.

Cadel y el Giro

Aquella fue también su paz con el Giro de Italia, un poco escasa en el fondo. Casi una década atrás, cuando un jovencísimo Evans corría para el Mapei apenas recién llegado desde la mountain bike, Cuddles –“caricias”, un apodo irónico que se ganó por su carácter gruñón– tocó el cielo y el infierno en dos días dentro de la misma carrera. Se vistió de rosa en la última semana y al día siguiente reventó tanto que entró a 17 minutos y terminó 14º en la general.

Evans tuvo que esperar seis años para volver a vestirse de líder en una gran vuelta, igual que esperó tres semanas más de lo previsto para nacer; cuando llegó a este mundo, apareció con la nariz rota y luego la coz de un caballo le dejó tres semanas en coma cuando todavía era un niño. Criado en el norte de Australia, a los 18 empezó a dedicarse a la bicicleta de montaña y a ganar competiciones juveniles, primero nacionales luego internacionales y finalmente absolutas. Fue séptimo en los Juegos de Sidney, una de sus últimas actuaciones relevantes antes de la carretera.

Apareció en el ciclismo en ruta por Italia, entre conexiones no muy inocentes con Michele Ferrari y Aldo Sassi. A este último Evans le tiene como un padre deportivo, como el hombre que le llevó a la gloria y que no pudo verle ganar el Tour por un cáncer unos meses antes.

Evans se desquebrajaba al mencionar a Sassi tras su muerte. Existe la sospecha de que el mal humor de Evans era en realidad una cremallera para su sensibilidad. En Italia se enamoró de una pianista llamada Chiara Passerini y con ella adoptó diez años más tarde a su única hija, Robel, una niña etíope que había sido abandonada en su país con seis meses. Un día, semanas antes de los Juegos de Pekín, apareció con una camiseta que rezaba “Free Tibet” y se alineó como defensor a ultranza de la causa tibetana.

Cadel Evans (Katherine, Australia, 1977) se retirará en febrero, tras el Tour Down Under y la Great Ocean Road Race, justo antes de cumplir 38 años y en una situación ideal. En la temporada del adiós consiguió cinco victorias, terminó en el top 10 del Giro de Italia y se vistió durante varios días la maglia rosa; si retirarse es morir un poco, su caso es el de quien fallece a los 90 en la cama, sin dolor y con sus seres queridos. El ciclista que siempre ha estado ahí, la hormiga a la que llamamos garrapata, puede dejar la bicicleta satisfecho porque le conseguimos comprender a tiempo.