Armstrong (twitter)

L
a gran estafa americana germinó hace quince años. Lance Armstrong ganó en 1999 el Tour de Francia, el primero de los siete consecutivos que le transformaron en uno de los personajes más venerados del planeta. Un cuento de hadas que no duró ni una década. La operación contra el dopaje más mediatizada de todos los tiempos y el linchamiento público al que Armstrong fue sometido enterraron la figura del campeón. Perdió todos los triunfos que había conseguido desde 1998 y su nombre se asocia hoy a la época más negra de la reciente historia del ciclismo. La UCI y el Tour borraron su rastro en el palmarés, pero nunca podrán arrancar el recuerdo de aquellas gestas manchadas de sangre, sangre estimulada por la EPO y las transfusiones.

Armstrong sobrevivió a un cáncer testicular con metástasis en los pulmones y el cerebro cuando era algo más que una promesa del ciclismo. La enfermedad cortó en 1996 su prometedora carrera. En cuatro temporadas y media como profesional, el estadounidense sumaba más de 30 victorias y entre ellas destacaban el Campeonato del Mundo en ruta, dos etapas del Tour de Francia, la Flecha Valona o la Clásica de San Sebastián. Alejado de las carreteras durante un año, Armstrong desafió los diagnósticos más pesimistas, venció al cáncer y volvió al pelotón en 1998. Su milagrosa recuperación era solo el principio de la leyenda.

La vuelta a la competición no fue fácil para Armstrong. Fracasó en su reestreno en la París-Niza, que abandonó tras el prólogo, y pensó en la retirada del deporte porque se creía incapaz de rendir al máximo nivel, el que pensaba haber alcanzado años atrás. Su nuevo equipo, el US Postal –heredero del Motorola–, y sus entrenadores le convencieron para que no se rindiese. Orientó su preparación para el Mundial de Valkenburg y llegó pletórico tras ganar el Tour de Luxemburgo –su primera victoria desde 1996– y acabar la Vuelta a España en cuarta posición. Armstrong también hizo cuarto en los mundiales, estaba entre los mejores en tiempo récord. Ambición desmedida, horas de entrenamiento y la trama de dopaje que se gestaba en el sur de Francia tenían la explicación.

En 1999 surgió el idilio entre Armstrong y el Tour. Conquistó la carrera con un dominio absoluto, en plan tirano. Una imagen que se repitió en cada uno de sus siete triunfos consecutivos. Hace quince años se forjó la leyenda del que por un tiempo fue el ciclista más grande de siempre. Armstrong centró todos sus esfuerzos en hacer suya la prueba reina sobre dos ruedas. Lo consiguió y su apellido sonó en todo el mundo. El éxito y su ejemplo de superación le motivaron para crear una fundación contra el cáncer que registró beneficios de récord. Era la película perfecta de Hollywood. Hasta que se rompió el guion. El caso Armstrong desnudó las vergüenzas del campeón y pintó una sucia realidad que todavía hoy persigue al ciclismo. De mito en vida a farsante para la eternidad.


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odo empezó en 1999. Tres victorias –contrarreloj en el Circuito de la Sarthe, prólogo de Dauphinè y etapa con final en Plateau de Beille de la Route du Sud– evidenciaban un cambio en la preparación de Armstrong, que se presentó en el Tour de Francia como jefe de filas de US Postal. Sin Marco Pantani ni Jan Ullrich –primero y segundo en 1998– en la salida, el triunfo final estaba muy abierto. Alex Zülle, Bobby Jullich o Abraham Olano eran los favoritos, pero Armstrong asestó el primer golpe en el prólogo de Puy de Fou y se vistió de amarillo. En la segunda etapa, una multitudinaria caída en el Paso del Gois sorprendió a Zülle, que se dejó más de seis minutos en meta y perdió todas sus opciones de luchar por la clasificación general. Armstrong entró en cabeza pero cedió el liderato en beneficio del sprinter Jan Kirsipuu.

En una semana muy tranquila para el US Postal y para su líder, el velocista Mario Cipollini se anotó cuatro parciales consecutivos antes de la contrarreloj de Metz, piedra de toque para los aspirantes a llevar el amarillo en París. Armstrong ofreció su primera demostración de fuerza en la lucha contra el crono de su carrera. Sobre 56 kilómetros para especialistas, aventajó en casi un minuto a Zülle –ya recuperado–, en más de dos a Olano y Cristophe Moreau y en más de tres al resto del pelotón –Julich abandonó por una caída–. Triunfo incontestable y liderato antes de la primera jornada de descanso.

Dos días después, los imponentes Alpes, con Telégraphe, Galibier, Montgenèvre y Sestrières pondrían a prueba al nuevo patrón del Tour. Banesto movió la carrera en busca de una plaza del podio para Zülle; Kelme secundó los ataques para situar en el cajón a su líder, Fernando Escartín; y US Postal trató de mantener la calma. Inexperto, el equipo norteamericano gastó sus balas antes de tiempo y Armstrong se quedó sin compañeros en medio de una tormenta que descargó sobre el Galibier. No titubeó y resistió a los ataques de sus rivales con solvencia. Era el más fuerte y lo demostró en la subida final. Se fue solo y sentenció la carrera. Tras la disputa de solo nueve etapas, Armstrong aventajaba a Olano, segundo, en más de seis minutos.

Los últimos once días del Tour fueron un paseo triunfal para Armstrong, que asumió con naturalidad y confianza su papel de jefe. Solo Escartín, imperial camino de Piau-Engaly, fue capaz de recortar tiempo al líder, una cara fresca para la carrera francesa, ejemplo de superación y constancia en su lucha contra la enfermedad y por volver al deporte. Armstrong ratificó su aplastante superioridad con otra victoria de etapa, la cuarta, en la contrarreloj final de Futuroscope. Zülle, tan cerca –acabó a 9 segundos la crono– y tan lejos –en la general se dejó más de siete minutos, unos seis en el Gois– se subió al podio con Fernando Escartín –tercero a diez minutos–. Diferencias de otra época. Y de una era que se adivinaba.


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l éxito de Armstrong radicaba en una sólida estructura –organizada a su antojo y que dirigía su amigo Johann Bruyneel–, una preparación centrada única y exclusivamente en el Tour y una “sofisticada red de dopaje” –según el informe USADA, el mismo que abrió el camino para la sanción–. La gran mentira del deporte se escondía bajo las faldas de la UCI y Armstrong nunca ocultó su buena relación con el presidente Hein Verburggen, que protegía los intereses del norteamericano y su equipo. Una investigación judicial sin parangón descubrió las cartas marcadas en la trayectoria de Armstrong, que se desmoronó como un castillo de naipes. Los testimonios de sus excompañeros aportaron pruebas y descubrieron el horror. Fue una bofetada –o una paliza– para el ciclismo. El héroe se transformó en villano y la persecución fue implacable.

Armstrong es culpable, sí. Protagonizó una trama corrupta que caricaturizó y enfangó el deporte. Usado como chivo expiatorio, desposeído de todos sus triunfos como la peor humillación posible, se confesó en televisión, no en juzgado, y se retrató como una víctima del sistema. Su imagen de prepotencia y tiranía que dibujaron los medios de comunicación durante la cacería a la que fue sometido parece real. Es un monstruo, en la carretera y en la vida. Un súper hombre capaz de vencer al cáncer y volver al ciclismo para ganar lo que no había ganado nadie. Con ayudas, sí, con las mismas que tenían sus rivales de la época. Injustificable, tanto como innegable que los triunfos de Armstrong no se basaban solo en la gasolina súper , ni los de Pantani, ni los de ninguno de los malditos. Detrás hay talento y preparación exhaustiva. Leyenda y fraude, fraude y leyenda.

Foto © L'Equipe.fr

Foto © L’Equipe.fr