Si uno decide abandonar París para ir a ver una prueba ciclista a casi 200 kilómetros puede ser tildado de mil formas diferentes, muchas de ellas ciertas, pero ninguna punzante para los aficionados al ciclismo ante la posibilidad de ir a ver El infierno del norte, o séase, la París-Roubaix en directo. Clásica de primer orden, marcada por los 27 tramos de pavés y la llegada al Vélodrome de Roubaix, que normalmente ofrece imágenes para el recuerdo como pinchazos, ataques, caídas o el enorme barro que se posa en las caras y los maillots de aquellos valientes que participan en la prueba.

Pero esto último no ocurrirá, el sol luce a la salida de París y permanece visible a medida que nos acercamos a Valenciennes y los atisbos de nubes no amenazan lluvia, tan solo fresco. A través de un arrugado papel con el mapa de los alrededores, buscamos el camino que nos debe conducir al Trouée d’Arenberg, donde queremos ver sufrir a los ciclistas, los tubulares, las motos de la organización. Quizá es lo que buscamos, ver sufrimiento.

Llegamos al pueblo más cercano, Hasnon, y fácilmente observamos por dónde pasará la prueba: una gran caravana ofrece cervezas y salchichas, justo al lado del cartel dónde se indica el final del tramo 17 de pavé. Aparcamos el coche a cinco minutos, en el arcén de la carretera y nos dirigimos hacia el tramo.

Ahí empieza la ronda de fotografías a medida que vamos andando por el centro de la vía, y comenzamos a comprender porqué este es uno de los tramos de mayor dificultad, catalogado como cinco estrellas por parte de la organización. Andamos cinco minutos hasta que alguien formula la brillante pregunta:

- ¿No os duelen los pies?

Sí. Duelen, y bastante. Cada uno de los adoquines va clavándose en la suela de los zapatos, llevando a cabo pequeñas punzaduras. Si a nosotros nos ocurre esto, ¿qué deben padecer los ciclistas?

Avanzamos poco a poco, disfrutando del lugar, enmarcado en medio de un bosque ahora deshojado en el que vamos encontrando espectadores de diversas procedencias: vascos, alemanes, holandeses, franceses, pero sobretodo aficionados flamencos hondeando el león flamenco sobre el fondo amarillo. No parece haber rastro de más aficionados catalanes. Tampoco esperábamos encontrarlos.

El tramo tiene 2.400 metros de longitud, así que el camino da para diversas curiosidades, algunas de ellas sorprendentes, como un aficionado al que la noche se le había quedado corta y parecía querer descansar sobre sus amados adoquines. Quizá algún día Museeuw o Boonen deban hacer un homenaje del mismo calibre y dormir sobre el terreno que los ha llevado a la gloria.

Lentamente los aficionados van llenando las vallas protectoras con el fin de guardar un buen sitio para ver el paso de los ciclistas. Nos colocamos casi al final del tramo, donde esperamos ver al grupo mucho más divido; colocados al lado de la peña de aficionados de la Française des Jeux también compartimos valla con un joven que, radio en mano, va apuntando sobre un enorme mapa los tramos que han completado los ciclistas. Puede que nosotros seamos aficionados, pero lo somos a su lado. Él es el profesional de verdad.

Por fin parece que se acerca el primer grupo ciclista, ya que las motos, coches y policías empiezan a montar un irritante estruendo a través del claxon. A lo lejos aparece el primer ciclista que precede a un pequeño grupo. Aparecen los primeros maillots: Cérvelo, Columbia, Rabobank,… y un Euskatel. Los gritos de “¡Vinga!, ¡Som-hi!” se ven cortados por un fugaz “¡Gora!”. Somos así de provincianos, no hay remedio. Los primeros maillots, pero ninguna cara reconocible para los que estamos vociferando, con más énfasis que sentido, quizá procedente del indomable cromañonismo futbolístico que habíamos dejado correr el día antes, con el Madrid – Barça.

Somos los que más gritamos entre aquellos que se agolpan cerca de nuestra zona y ello se agrava ante la llegada de los favoritos. De lejos ya intuimos el maillot de campeón de Bélgica, así que se están acercando los grandes expertos en estos tramos, aquellos que sueñan con la llegada de los adoquines para poder seleccionar el grupo. Efectivamente aparece Boonen y pegado a su culo (casi literalmente) está Joan Antoni Flecha, (h)ídolo de nuestra expedición. Tras él, majestuoso, está Espartaco, los Cérvelo Hushovd y Hammond, Hoste, Breschel, Leukemans

Al pasar los grandes de la carrera, algunos aficionados recogen sus cosas rumbo al coche, seguramente en busca del siguiente tramo donde ver la carrera. Unos auténticos rutómanos que se desviven por esta carrera que ofrece estampas extraordinarias, como las que ellos mismos protagonizan al perseguir los ciclistas a lo largo del recorrido.

Nosotros nos esperamos hasta ver pasar a todos los que sobreviven en carrera y es cuando se empieza a patentar la agonía que supone para muchos corredores aquellos adoquines. El trac-trac de las ruedas delanteras hace que los brazos tengan que trabajar sobremanera, perfilando los músculos de aquellos que destacan por sus piernas. Quiénes más sufren se ven obligados a abrir los brazos a fin de no perder el control del manillar, más pendientes de proseguir la marcha sin caídas que de la pérdida de tiempo que puedan sufrir.

Todas las caras se parecen, las expresiones son las mismas, pero el sufrimiento es individual. Es el ciclista ante el pavé, las bicis sin amortiguación ante la irregularidad del terreno. Es la París – Roubaix.

Una vez terminan de pasar todos los corredores, decidimos tomar el coche hacia Roubaix, para ver el final de la carrera, para ver quién vencerá este año. Retomamos la autopista que antes habíamos abandonado y vamos viendo como diversos tramos discurren al lado de la misma y tenemos la tentativa de levantar el freno de mano, dejar el coche a un lado de la calzada e ir a animar un poco más, pero el viajecito ya ha salido bastante caro como para ir ayudando al estado francés a base de multas.

Llegamos a Roubaix y buscamos sitio a falta de poco más de un kilómetro, dónde amablemente han puesto una pantalla gigante para que veamos los 28 kilómetros que restan. Cancellara ha atacado y va a ganar. Me llevo la apuesta, pero tampoco era demasiado difícil.

Empiezan a tirar regalos, a cada cual más innecesario pero que demuestra que la afición por las cosas gratis no solo es propia de nuestro país.

A partir de ahora la llegada de los ciclistas va a estar totalmente dividida, hecho que agradecen los foto-aficionados; primero Cancellara y su tren; luego Flecha y Hushovd, y el comentario “bah, serà tercer”; luego Boonen (totalmente fundido), Hammond y Leukemans; por último Pozzatto. Bueno, a Pozzato no lo vi. Un espécimen que se creía que éramos alemanes me pidió si podía hacerle una foto al paso de los ciclistas, así, por las buenas, al lado de un top ten en la París – Roubaix vestido con el maillot de campeón de Italia. Déle: recuerdos a la mejor foto del día, monsieur.

Solo una foto puede mejorar este postín de personaje al lado de un ciclista sudado. Una personalizada en la que aparezca gritando a quién sea, totalmente alienado, mostrando que la París – Roubaix es afición. El ciclismo es afición.

Texto: Miquel Campa i Solé

Fotos: Victor Mur i Milá