Para el verano de 2005, mi amor por el ciclismo estaba en su momento más bajo. Está feo que lo diga, pero nunca me gustó Lance Armstrong; ni su equipo, ni sus maneras, ni su molinillo, ni su acento texano, ni nada. Está aún peor que diga esto, pero reconozco que este otoño no dejaba de leer el informe de la USADA con una media sonrisa. Tampoco era muy de Jan Ullrich entonces, algo que no me explico viendo la de Tours que perdió. Sin embargo, no creo que mi desafección se explicase por Armstrong o por sus rivales, sino por otros vicios de la tardoadolescencia.

Mi amor por una chica, en cambio, estaba en su momento más alto. Por el bien de la historia y de mi integridad física la vamos a llamar Marieta, por ejemplo. Marieta estaba loca, tenía muchas pecas, la piel más bien clara y el pelo más bien oscuro, los ojos marrones y las piernas delicadas. La coreografía que bailaban su boca, las arrugas de su nariz y sus ojos al reír me podría haber llevado siete veces seguidas a la cima del Izoard. Esto, el magnetismo de la sonrisa, es condición común a las mujeres que han pasado por mi vida. Por lo visto también la locura.

El Tour 2005 me era completamente irrelevante. ¿Qué me importaba a mí si Lance se quedaba en seis o siete Tours? Cuando igualó y superó los cinco de Indurain, perdí el interés, así que el plan para ese mes de julio era ignorar el Tour y flirtear con Marieta. Desde entonces he volcado mis maniobras de seducción hacia la escritura y el payasismo, que es lo que dicen que se me da bien. Los resultados siguen siendo modestos pero al menos tengo un plan; hace ocho años, cuando me gustaba una chica, me avalanzaba hacia ella con poco garbo y menos confianza, empezaba a hablar de astracanadas, me reía medio histérico y engolaba la voz por si me salía algún gallo. He mejorado algo en todo menos en lo de los gallos.

Foto: EPA

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Para mayor emoción, Marieta estaba en Gijón de vacaciones sólo hasta mediados de julio. Tenía que ser efectivo y puntual; efectivo y puntual yo, que necesitaba 15 ocasiones para meter gol en el Pro Evolution Soccer. La seducción, claro, fue un desastre tal que Marieta me dio calabazas sin que yo llegase a confesarle mis intenciones. Supongo que mis balbuceos cada vez que quedábamos cantaron por mí.

Marieta tuvo el detalle de rechazarme al menos de forma sutil. Me imagino que estaría acostumbrada. Yo me tuve que buscar un consuelo y otra ocupación para mis días y allí estaba, fiel, el Tour. Vi las etapas con un tedio indisimulado y he borrado de mi cabeza casi todo su contenido ciclista. Recuerdo que ganó una etapa Marcos Serrano, que a mí me caía bien por el recuerdo de Pantani en el Galibier, que Armstrong se llevó el séptimo y que por una comida familiar me perdí a Vinokourov ganando en París con el insospechado maillot de la bandera kazaja.

No volví a ver a Marieta hasta cuatro años después. Se había cortado el pelo por encima de los hombros y llevaba gafas. Justo ese verano, Armstrong hizo su retorno al Tour y le vi perder. Me quedé con las ganas de decirle a Marieta que el tiempo no le había sentado muy bien.