Sin giros argumentales ni medias tintas ni conversación fría; soy fan de Thomas Voeckler. Artificial. Teatrero. Odiado. Payaso. Fiel. Generoso. Magnífico. Competitivo. Un personaje. Un ejemplo en lo deportivo, y un tipo extraño en lo personal. Sus cosas buenas y malas se cuentan por muchas pero, como en todo, al final uno tiene que elegir. Y yo elijo ser de la particular hinchada que apoya y -casi- venera a Titi, el líder indiscutible de Europcar y el mejor ciclista francés -junto con Chavanel- durante la última década.

Dice el mismo Voeckler que 9 de cada 10 ciclistas del pelotón le odian. Y nos lo podemos creer. Comenta que alguna vez le han llegado a tirar un bidón mientras atacaba. Él es como es. Su manera de correr, como sobre las tablas de un teatro continuamente, es su seña de identidad. Innata, diría. Siempre ha sido así. O por lo menos desde que saliera a la luz su carácter, el que hoy le aúpa o le lastra, durante el Tour de Francia de 2004. Entonces, corriendo para el Brioges La Boulangère de los Beloki –y un también joven Chavanel-, entre la cuarta etapa [en Chartres, con escapada consentida de más de 12 minutos de ventaja] y la decimoquinta [victoria de Lance Armstrong en Villard-de-Lans], fue líder de un Tour que, para bien, le dio a conocer al gran público (antes ya había destacado como vencedor en el nacional francés en la misma temporada, o en la anterior en el Tour de Luxemburgo y el Tour de l´Avenir).

Y desde entonces, a crecer en popularidad y concluir con un 2011 espectacular, con comodidad entrando entre los 10 mejores corredores del año. No lo digo yo, lo dicen sus ocho victorias, sus días de amarillo en el Tour y su cuarto puesto final. Entre un amarillo y otro, la figura de Voeckler como personaje del ciclismo ha ido tomando forma. Gestos. Caras. Gritos. Pero también la que al final le termina catalogando como el gran ciclista que es; 40 victorias como profesional, contando entre ellas con varias generales de carreras por etapas, victorias en París-Niza, en el Tour, en País Vasco y dos nacionales en los años 2004 y 2010.

Sin embargo, como comentamos que él mismo apunta, no cuenta con el cariño del pelotón. Exagerado, exasperante e inquieto, Voeckler siempre ha buscado dar la nota. Se siente cómodo dando su particular espectáculo sobre dos ruedas, como si del payaso de un circo se tratase. Como cuando se rió en la cara del grupo en Quebec, coronó a plato Balès durante el Tour de 2010 o, durante el último Tour y de amarillo, repitiera ascensiones de kilómetros con el plato grande metido. Eso, además del incidente camino de Saint-Flour, en la etapa que le diera el maillot jeune, con el coche de la televisión francesa, Flecha y Hoogerland. Suceso donde nada tuvo que ver. Su único pecado fue el de no parar. Como también el de Luisle y Casar. Pero Voeckler, el ‘go-to-guy’ de Europcar, se jugaba el liderato de una carrera que terminó en 4ª posición. El tiempo todo lo cura, pero a veces no pone los hechos puntuales en su perspectiva adecuada.

Titi es un personaje. Es artificial cuando celebra. Es teatrero cuando ataca. Eso le convierte en una persona odiada. Payaso, le llaman. Pero Titi es también una persona fundamental para un equipo, a una estructura a la cual le ha sido fiel hasta el último momento. Es generoso con el aficionado y competitivo en cualquier carrera y lugar. Es un ciclista que siempre rinde, siempre se deja ver y que, cuando tiene algo que decir en carrera, y fuerzas para hacerlo, lo hace. Por eso, al fin y al cabo, soy pro-Voeckler.