1984. España entera se queda boquiabierta con la aparición de Terminator, Sabina canta eso de “pisa el acelerador” y Julio Cortázar muere el 12 de febrero. Pocos días después, justo en la otra punta del mundo, en Katherine Northern Territory, Australia, un muchacho de 7 años recibe una coz de una yegua. Pasó más de una semana en coma. Nunca volvió del todo. El pequeño Cadel creció salvaje, indómito, en el rancho de su madre. No había ni radio, ni televisión, ni teléfono. “Siempre me hablan de Phil Anderson, el primer australiano líder del Tour”, comenta ahora. “Pero yo no lo vi.” Le llamaron Cadel en honor a un antiguo guerrero galés. Su destino se iba orientando cada vez más.

Katherine es una zona natural. Azul. Ríos, cascadas, lagos. Como los ojos de Cadel. Azul. Allí no hay coches. Transporte público. El antropólogo Ryszard Kapuscinski comentaba en uno de sus libros su sorpresa al subir por primera vez a uno de esos autobuses. “¿Cuándo nos vamos?”, preguntó al hombre sentado a su lado. “Cuando esté lleno”. Allí funcionan así. Si tienes prisa, y suerte, puedes moverte en bicicleta. No todos tienen una. Cadel fue de los pocos afortunados. Creció a pedales. Echando carreras contra los caballos.

Durante finales de los 90, se dedicó al mountain bike profesional. Logró siete medallas en mundiales, pero ninguna de oro. Esa era su losa. Hasta septiembre de 2009. Pero en medio hay 10 años que no pueden ser pasados por alto.

Saeco le dio la oportunidad de saltar a las carreteras en la Vuelta a Austria de 2001. Y sorprendió. Jesús Suárez Cuevas, por entonces cazatalentos del Mapei, le hizo un hueco. Era un talento en bruto. Aldo Sassi le amaestró. Le enseñó modales. Hizo de un rudo biker un corredor de carreras de tres semanas. “Si conseguimos que sea capaz de alargar las dos horas de esfuerzo del mountain bike a las tres semanas de las Grandes Vueltas, tendrá el Tour al alcance de la mano”, comentaba Sassi. Pero no fue tan sencillo.

Giro 2002, Cadel Evans salta a la actualidad (c) Sirotti

Cadel, el guerrero galés, era una extraña combinación. Cuerpo musculoso y voz aflautada. Rostro de sufridor y ojos cristalinos. Como el agua de Katherine. En Mapei se reían de él, de que hablara sólo ante el espejo. Quería ser el mejor en todos los entrenamientos. Un día, le manipularon los frenos. Hicieron que rozase con la rueda. Bettini salió aquel día con el cuchillo entre los dientes. Y Evans, como siempre, detrás de él. Hasta que explotó. Carcajadas entre los compañeros. En Telekom nadie creyó en él, cegados por su amor hacia Botero. Y en Lotto, más de lo mismo. “Siento que perdí el tiempo allí”, comenta.

En BMC todo es diferente. Trabajan por y para él. Le miman y le arropan. Se siente querido, y ahí Evans responde. Ahí, y en las grandes citas. Quizá tenga algo que ver con el ciclismo que se vive en cada época. Hace unos años, todo era más calculador. Cadel es un guerrero galés, un cowboy australiano. Necesita guerra. Y últimamente nos ha regalado unos “cuerpo a cuerpo” absolutamente para el recuerdo.

El mundial fue impresionante. Pero no el mundial de Mendrisio que ganó, sino el siguiente. El de Geelong. En su casa. Corrió dándose de tortas con Gilbert. Fue un uno contra uno; un duelo al sol. Da igual que se lo llevase Hushovd. En 2009 llegó al Tour pasado de forma, después de un Dauphiné estratosférico. En la primera etapa de montaña perdió cerca de 6 minutos. Su reacción fue la que tiene que tener un campeón. Al día siguiente atacó de salida en el puerto de Envalira. Poco o nada hay que decir de este último Tour, con Contador camino de Gap o con Andy Schleck en el Galibier. Y todos los aficionados al ciclismo tenemos y tendremos en la mente el final de Montalcino. Otro duelo más del que salió victorioso el guerrero galés.

Cadel Evans no es seguramente uno de los diez grandes de la historia. No es un vueltómano definitivo ni tiene esa mentalidad depredadora que necesitan los grandes clasicómanos. Su carácter no debe ser accesible. Es orgulloso, vehemente, y se empeña en mostrarse en muchas ocasiones como un tipo un tanto altanero. Pero es un tío que se hace fácil llegar admirar, e incluso a quererlo. Sin duda, con la retirada de Gilberto Simoni, es el eslabón que une al ciclista actual con el de otras épocas. Y tengo la sensación de que si hoy hubiese otros 4 ó 5 corredores como él, el ciclismo sería un deporte aún mejor.

Gracias por todo Cadel.

Esteban Ruiz López