Libros de ruta: El ciclista
Tim Krabbé (1943) vive el ciclismo con la obsesión y habilidad analítica del ajedrecista que fue, anticipando y memorizando multitud de secuencias de una misma partida. Todas las carreras en las que compite desde 1970 llevan en su mente un número, una ‘opus‘ como las que la historia de la música académica atribuye a cualquier compositor de relevancia. Comprende y disecciona cada detalle: la forma de correr de sus rivales, dónde pinchó o sufrió una caída, sus puntos fuertes y débiles y también los del contrario, que desmenuza de forma incisiva. La obstinación impregna cada una de las 150 páginas de “El ciclista”, novela clásica de las dos ruedas publicada en su edición neerlandesa en 1978, pero que no tuvo traducción en castellano hasta hace tres años gracias a Los libros del lince.
Las montañas de las Cévennes, al extremo sureste del Macizo Central francés son, bajo la tormenta de una tarde junio del ’77, el escenario de una prueba amateur de 137 kilómetros, la más dura del país, en la que Krabbé ha puesto todas sus esperanzas de frustrado pedalista. En poco menos de cuatro horas de carrera, los miles de pensamientos que cruzan su mente convierten la ya angustiosa travesía de tres grandes puertos, en una locura mental que alcanza límites greguerísticos: “El ritmo ya no basta para mitigar el dolor. Quizá me sirva un poco de aritmética. ¿Cuánto son cuarenta y tres entre diecinueve? [el desarrollo que lleva en la escalada] Santo cielo. El diecinueve se va para el vaso cuarenta y tres, toma dos tragos, se limpia la boca, se frota el mentón pensativamente”. Ideas tan ininteligibles como las que todo practicante del ciclismo ve fluir cuando el corazón retumba, porque, como todos sabemos, “cualquier pensamiento incipiente se te antoja una verdad absoluta, cada suceso inesperado es algo que siempre has sabido aunque lo hubieras olvidado temporalmente”.
“El ciclista” son dos narraciones en una: la del propio Tour du Mont Aigoual y la del chico neerlandés de diez años que coloca su reloj de ajedrez en el alféizar de la ventana, cronometra cuánto tarda en recorrer en bicicleta el circuito de treinta kilómetros que rodea su casa y sueña con premios imaginarios de un millón de florines por llegar al próximo semáforo antes que un ciclomotor. El joven que llegó tarde al ciclismo competitivo, que tanta miseria pasa en los explosivos critériums como disfruta entre desfiladeros -aunque se reconozca sprinter-, y al que le reprochan no haber elegido el camino práctico que le hubiese conducido un buen día hasta la vuelta de honor del Parque de los Príncipes, al costado de los ídolos que evoca en el transcurso de la obra: Gaul, Altig, Anquetil -y la leyenda sobre el bidón que se colocaba en el bolsillo en cada puerto para subir más rápido-, Coppi, Merckx, Harm Ottenbros (olvidado campeón del mundo en 1969) o un Lucien Van Impe de quien brota en origen la frase más repetida en la mente del autor: “El [piñón] veinte de Krabbé estaba limpísimo [por no necesitarlo, gracias a su fortaleza]”.
Para Krabbé, el ciclismo es una representación cruel de la vida: “Si ves a tu enemigo tendido en el suelo, ¿cuál es tu reacción más natural? Ayudarlo a levantarse […] En el ciclismo lo matas a patadas”. Son las alianzas (explícitas o no desveladas) entre corredores, las tácticas de carrera -en el libro se reseña muy acertadamente la tendencia a que varios corredores prefieran dejar vencer a un débil que ayudar a que gane el más fuerte, lo que ocurre tantas veces en el ciclismo actual- y los padecimientos de quien se somete a un deporte agonístico por naturaleza, sin aparente motivo. El ciclista sólo quiere rodar en bicicleta y llenar su vida de un sentido que muchos no comprenden. “Desde las terrazas de los cafés, turistas y lugareños observan [cómo pedaleamos]. No son corredores. El vacío de esas vidas me turba”.