Primero, el ‘disclaimer’: esto no es una sección sobre ciclismo. Al menos no es una sección rigurosa sobre ciclismo. Si a nadie le gusta, de hecho, ni siquiera seguirá siendo una sección después de esta entrada. Esto es una serie de vivencias conectadas conmigo a través del Tour de Francia. Ese nexo es una de las dos razones para que os hayáis encontrado este texto en esta página; la otra, que a alguien le pareció buena idea publicarlo. No descartamos que ese alguien fuera el propio escritor en un ataque de insoportable vanidad.

Pero bueno. Vamos al tema: era el verano del 96 y las cosas eran distintas. Nuestra selección de fútbol perdía por penaltis contra Inglaterra, lo que trasladado al cine, por ejemplo, es como que te nominen a un Oscar y que luego se lo den a Jorge Sanz. La de baloncesto no jugaba los Juegos Olímpicos porque si los hubiera jugado lo mismo habría vuelto a perder de paliza contra Angola. Fernán Disco había proclamado a Ricky Martin como número uno de Los 40 alguna semana de esas. Ya digo, eran tiempos complicados, pero teníamos a Miguel Indurain.

Indurain lo podía todo. Podía tanto como para que yo, un niño generalmente apacible pero puntualmente caprichoso, me volviese sin rechistar de la playa a las tres de la tarde. Y como para no volver: Miguelón era un superhéroe, porque alguien que iba a ganar el sexto Tour de Francia no podía ser un hombre normal.

Por entonces, yo no me imaginaba qué sería el Dauphiné Libéré, pero si Indurain lo había ganado es que tenía que ser una carrera de aúpa. Estaba tan seguro de que Indurain ganaría el sexto Tour como de que El Rey León era la mejor película de la historia. Y tiene mérito, porque conocía a tres o cuatro rivales de Indurain pero no había visto ninguna otra película que no fuera El Rey León.

El caso es que aquel Tour fue un fracaso: a Indurain le ganaba Berzin otra vez, como en el Giro, y luego ya Riis, el calvo que había estado en los puestos de arriba el año anterior. En la etapa de Pamplona, todo lo que pudo salir mal salió mal: no era ni la hora de comer e Indurain ya tenía la carrera perdidísima. Ni a Olano, el ácrata campeón del mundo en Colombia, le quedaban opciones.

Miguel Indurain

Así que yo, en un ataque de deslealtad pero de obediencia familiar, me fui a la playa con mi padre, mi hermana y mi prima. Algo se me había torcido con el Tour, porque yo no quería volver a casa. Mi padre insistía e insistía, y yo cada vez me iba un poco más lejos de la salida. Fue una persecución épica, digna del Coyote y el Correcaminos: mi padre, con la expresión cada vez más desencajada y las venas de la sien al borde de una explosión; yo, quebrando a mi padre como un torero, con una pala de madera en una mano y el puño cerrado en la otra.

Mi padre me agarró 300 gotas después de que colmar el vaso. Aún debían de quedar otras 200 más por venir, porque yo, capturado ya, todavía me resistía a volver a casa, y entre berrinches, gritos y mutuas expresiones de ira comenzamos a atraer toda la atención de la playa. “¡¡Dale con la pala!!”, me decían algunos. A mi padre, uno de los hombres menos beligerantes que haya podido dar Galicia en el siglo XX, la situación le desbordó.

Cuando pudo meterme en el coche, la situación era tan extrema que le pareció necesario sentarme atrás, en el centro, y ubicar a mi hermana a mi izquierda y a mi prima a mi derecha, por si se me ocurría lanzarme en marcha. Mi SuperNintendo se quedó un mes encerrada en el armario de mis padres. Nunca les supe hacer comprender que yo no lloraba por irme de la playa; yo lloraba porque Indurain nunca iba a volver al Tour de Francia.