Hay muchos seguidores del mundo ciclista que, aunque obviamente disfrutan con la mayoría de pruebas a lo ancho del calendario, siempre tienen marcada en un color diferente la llegada de los Campeonatos del Mundo. Es una oportunidad única por varios motivos: la competición por selecciones en lugar de equipos, el mítico maillot arco iris como premio al ganador, el hecho de que no haya una sede fija y cada año sea una ciudad la que organice las pruebas. En esencia, los Mundiales son la fiesta del ciclismo.
Esto significa que si el circuito es selectivo y la carrera se hace atractiva, acabará en el imaginario colectivo de la afición a la bicicleta. Así sucedió en Australia a principios del pasado mes de octubre, en el Mundial que ganó el noruego Thor Hushovd. Una carrera muy divertida para los espectadores que adaptaron sus horarios a los oceánicos, con muchos de los elementos que conforman un gran día de ciclismo: entrega, ataques, emoción, exhibiciones, calidad. Todo eso y más lo tuvo la carrera que coronó al mejor ciclista noruego de la historia.
Algunos, entre los que servidor se incluye, habrían preferido la victoria de Freire, por su inmenso talento nunca lo suficientemente reconocido en nuestra piel de toro y por la posibilidad de ver historia en vivo y en directo; otros habrían preferido que Philippe Gilbert ganase, porque su carácter ofensivo brinda tantos momentos memorables al aficionado -el Mundial no fue una excepción- que su palmarés debería ser mucho más grueso. Pero lo cierto es que difícilmente la victoria de Thor Hushovd podía descontentar a la afición. Un ciclista que se pasó más de media carrera como casi única punta de lanza del modesto Crédit Agricole, y que sin haber disfrutado nunca de gran bloque a su servicio siempre aparece con brillo en sus exigentes objetivos.
Por estas razones y varias más, la carrera en ruta del Mundial de Geelong/Melbourne ha sido uno de los momentos favoritos del equipo de Cobbles & Hills en la temporada 2010.
David Vilares