Que no se me malinterprete. Se me hace un nudo en el estómago durante la bajada del Poggio; berreo como un pirado más cuando se sube el Muur; son incontables las comidas familiares que he despreciado por el Carrefour de l’Arbre; y me deleita esa visión casi poética de las hojas muertas en Lombardía. Pero cuando alguien me pregunta por mi carrera favorita, no dudo:

–La Lieja, claro.
–Pero ¿por delante del Tour?
–Hombre. Es la Lieja.

Llevo días preguntándome por qué para escribir este artículo y no soy capaz de responder. Tampoco he conseguido recordar mi primera vez con la Lieja. Como buen niño español crecido en los noventa, la primera vez que oí hablar de esa ciudad fue cuando Indurain fue segundo en el Tour del ’95. Con cinco años, yo sabía que Miguel, mi héroe, estaba ganando la etapa, que no era ni de montaña ni contrarreloj, pero algo me llamaba la atención muy por encima de todo: ¿por qué demonios llevaba una chichonera en vez de la gorra de toda la vida?

Al final la etapa se la llevó Bruyneel para la ONCE, otra de mis clásicas interrogantes infantiles (¿por qué iban de rosa en el Tour cuando en la Vuelta iban de amarillo?), pero Indurain se puso de amarillo al día siguiente en la contrarreloj, mi padre me llevó a alguna playa de Santander y yo seguí creciendo feliz. Probablemente ahí no nació mi amor por la Lieja, aunque quizá sí hubiera algún tipo de influencia. Tengo recuerdos de la Lieja de Vandenbroucke, pero no creo que la viera en directo. Podría decir que me vibré con la victoria de Hamilton y el podio de Iban Mayo, o con las que se llevó Il Grillo, pero no os quiero engañar: entonces, como buen español, aún creía que las clásicas eran carreras de poca monta.

En algún momento de mi juventud descubrí las clásicas y, lógicamente, me enamoré. Y, de nuevo, aunque todas me gustaron, desde el minuto uno esa carrera de múltiples cotas me hipnotizó. Ni siquiera era en la que más ataques se veían, o en la que había movimientos lejanos. No lo sé. A lo mejor fue cosa de Saint Nicolas, esa subida que siempre era decisiva y que estaba llena de casas a ambos lados de la carretera. Tenía la sensación de que esa cuesta podría ser cualquier calle empinada de Gijón o de Madrid, lo mismo que me pasaba con el último kilómetro en Ans. Pero era Lieja, lo que mitificaba las subidas, cercanas y lejanas a la vez.


Puede que sea por esto, por la sensación de que hay un Saint Nicolas en cada ciudad que piso. Puede que sea porque es La Doyenne. Puede que sea por Hinault bajo la nieve en 1980. Puede que sea porque cuando jugaba al Pro Cycling Manager no la ganaba ni llegando con Michael Boogerd al sprint. Puede que sea por La Redoute. Puede que sea por ser el final del ciclo ciclista de primavera, antes de que nos vayamos al Giro. Puede que sea porque, como tardoadolescente que no andaba en bici, veía cualquier muro en la carretera y pensaba: “ataco aquí y llego solo a Ans”.

Puede que simplemente sea una cosa irracional y que buscar motivos sea tan inútil como intentar explicar por qué el azul es mi color favorito. Sea como sea, aunque luego no ataque nadie hasta llegar Ans, volveré a despertarme el cuarto domingo de abril como si estuviera a unas horas de casarme y viviré la carrera como si pudiera ganarla yo. Y que nadie me llame de una a cinco: es el día de Saint Nicolas.