Miles de aficionados ondean banderas asturianas en las cunetas. Hoy en día podrían hacerlo por su sancta sanctorum, Fernando Alonso, o puede que por Cazorla, o por Villa. Si de fondo se aprecia majestuoso el relicario de la santina dándoles amparo, sólo pueden hacerlo por Samuel Sánchez en los Lagos de Covadonga. Hace veinte años, las banderas y la santina, cortejaban el paso del más suizo de los asturianos, del más asturiano de los suizos: Tony Rominger. La afición astur siempre ha mostrado una fidelidad inquebrantable por los equipos locales, y sintieron aquel Clas Cajastur de principios de los noventa, tan suyo como el Oviedo o el Sporting.
Suiza estaba de moda. Si bien ahora es un fenómeno ciclista casi circunscrito a Cancellara, en ese momento, los suizos tenían varios vueltómanos que apuntaban a poder ganar algún día el Tour de Francia. Al nombre de Rominger, cabría sumar los de Laurent Dufaux, y sobre todo, el de Alex Zülle. Tampoco olvidaron las pruebas de un día, y llegaron a ser campeones del mundo, con Camenzind, e incluso olímpicos, con Pascal Richard en Atlanta. Fueron los mejores años de Suiza en el pelotón internacional desde los dorados cincuentas con la “doble K” (Koblet-Kübler).
Rominger fue un corredor del que siempre se destacó su capacidad agonística y su crecimiento ante la adversidad. Es algo que se entiende, en gran medida, por su trayectoria en el ciclismo. Pasó al campo profesional de manera tardía, con 26 años, pero tardó más si cabe en poder tener un papel relevante en el mismo. Tras un primer año en el equipo local Clio-Aufina, donde pasó a pros con Mauro Gianetti, ficha por la estructura de Stanga, el Brianzoli-Chateau. Alli comienza su relación con el Dr. Ferrari, la cual jamás ocultó y al que siempre se mostró agradecido. En 1988, gana su primera etapa en el Giro, en Chiesa-Valmalenco en una cabalgada lejana con su compatriota Zimmerman.
En los años previos a 1992, comienza a dar muestras de sus posibilidades, ganando algunas de las mejores vueltas de una semana del calendario: Tirreno Adriático (1989 y 1990); París Niza en 1991, o el Tour de Romandía de ese mismo año. Era capaz de ganar Lombardía en 1990, como al año siguiente adjudicarse las dos pruebas CRI de un día de más solera del calendario, el GP de las Naciones, y la Florencia-Pistoia. Era cuestión de tiempo que irrumpiera en las tres semanas.
Tras militar tres años en Francia enrolado en las filas e Chateau d’Ax y el Toshiba, a finales del 91, Rominger recibe la llamada de Juan Fernández para liderar el CLAS. El equipo asturiano adolecía de un líder sólido, pues ni Gastón, ni tampoco Echave, eran los referentes que buscaba el equipo. Para la Vuelta de 1992, CLAS armó un sólido bloque en torno a Rominger, con Mauleón, Gastón y Echave como lugartenientes de postín.
Y antes de llegar siquiera a las faldas de los Pirineos, las opciones de triunfo de Rominger en aquella vuelta parecían una quimera. Perdía cerca de tres minutos con el líder en ese momento, Jesús Montoya, y lo que era peor, parecía tener la suerte en contra. En Albacete, Manolo Sáiz abrazó de nuevo a Eolo, y la ONCE provocó abanicos en los que el líder del Clas perdió 30 segundos. Al día siguiente, camino de Gandía, sufrió una caída y llegó a meta rezagado, conmocionado, y pedaleando casi como un zombi. Con las heridas en carne viva, fue mera comparsa en la crono de Oropesa. El fracaso en su terreno evidenciaba que estaba rozando el abandono. Pero si se subió a la bici tras el trastazo de Gandía, no iba a parar ahora.
Tras una etapa de tanteo en Pla de Beret, al día siguiente se subía el Tourmalet, y la meta estaba en lo alto de Luz Ardiden, una jornada que respiraba el aroma de la leyenda del Tour. Rominger encontró buenas piernas, y se aprovechó de un factor decisivo de aquí en adelante: el marcaje obsesivo de Montoya a Delgado. Atacó en Luz Ardiden, y sacó tiempo a sus dos rivales, en una etapa que ganó Cubino. La Vuelta de 1992 era cosa de tres.
El siguiente punto caliente, el último hasta la sierra madrileña, era Asturias, donde se desató la “Romingermanía”. La etapa de los Lagos estará por siempre en el recuerdo de los aficionados. Aquel día, Montoya yació genuflexo ante el ataque de Perico, que vivió su última jornada de gloria como corredor. Rominger parecía hundido en la Huesera, pero supo dosificar, rebasar a Montoya y limitar la pérdida con Delgado en la cima a sólo cuarenta segundos. El trío de aspirantes al liderato final iban a salir de Asturias en menos de un minuto tras una intrascendente etapa del Naranco, donde Rominger facilitó el triunfo del mejor sus domésticos, Javier Mauleón.
Antes de la crono de Fuenlabrada, el día de Ávila, tanto Perico en Serranillos, como el propio Rominger en Navalmoral, lo prueban sin éxito. En Fuenlabrada, Rominger impone su dominio de la CRI, aplasta a sus rivales y se enfunda un amarillo que no soltará hasta Madrid. Antes de ello, incluso se mostró como el más fuerte en la sierra madrileña sellando un triunfo que abriría una gloriosa trilogía.
Para muchos Rominger es considerado “un Poulidor”, un campeón sin corona, un ciclista a la sombra de Indurain. Sus logros no engañan: su record de triunfos en la Vuelta, dos de ellos ante el mejor Zülle, y un Giro peleado ante la mejor escuadra del momento, la Gewiss,. En algo estamos todos de acuerdo: nadie queremos que batan su récord. Es su legado ciclista, el legado de un rico que a muchos les pareció pobre. El hombre que hizo que la sidra la acompañaran con chocolate. Como se leía en las carreteras asturianas: “Puxa Tony”.